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  • Foto del escritorBibliotecaria CSJ

ARRUGAS PREMATURAS

La primera vez que vi a Diego fue en el parque. Él estaba solo sentado en un banco con la cabeza agachada mirando el leve movimiento de la brisa en las hojas de otoño. Diego me conoció gracias a Alberto, un chico dos años mayor que presumía de ser uno de sus mejores amigos y le ofreció mi compañía como la más beneficiosa e inocente amistad. Aquella tarde de otoño, Diego vio en mí una fácil solución a sus problemas. Confesó que estaba desesperado y que no había encontrado a nadie confiable en quien depositar sus muchas preocupaciones. Me pidió que jugara con él y no pude más que aceptar a pesar de que tuve la certeza de que aquellos ojos azulados jamás volverían a ser los mismos.



Desde el primer instante, el simple hecho de mi presencia en su vida lo revolucionó todo a su alrededor. Pasó el otoño y llegó el invierno cubriéndolo todo del frío blanco de sus copos. Diego cada día pasaba más horas jugando conmigo y yo, satisfecha observaba los cambios que se iban produciendo progresivamente en su carácter. Conmigo era cariñoso y amable cosa que me agradó en un primer momento. Poco después me di cuenta de que aquel afecto que sentía hacia mí no era más que el fruto de las desesperadas situaciones que vivía día a día. Las puertas se cerraban contra él restallando en desprecios y silencios. El amor que sentía hacia mí crecía día a día al mismo ritmo que el odio hacia el mundo que lo rodeaba. Gritaba a su madre para que nos dejase a solas en su cuarto y descargaba toda su ira sobre aquel que, preocupado, se asomaba a sus ojos en busca de un esperanzador destello del niño perdido. Sólo en mí hallaba la paz y la alegría descontrolada y ansiosa de nuevos juegos, cada vez más peligrosos. Me rogaba enfermizamente que extendiese mis brazos sobre su rostro y lo evadiese de sus sufrimientos. En aquellos momentos de felicidad me prometía un amor eterno e incondicional que lo entregó definitivamente a mis brazos.


Así, poco a poco fui anulando su voluntad y haciéndolo un esclavo más a merced de mis caprichos. Acabé siendo su única compañía y susurrándole palabras dulcemente aduladoras durante sus largas noches en vela.


Él, para corresponderme, comenzó a robar a sus padres con el fin de pagar mi compañía por más tiempo. Desagradecida exigía más y más juegos interminables maltratando una y otra vez aquel cuerpo débil y delgado.


El invierno siguiente llegó y, con él, el odio de Diego. La mirada se endureció en sus ojos surcados de arrugas prematuras. Me comenzó a despreciar y desde el fondo de su corazón comenzó a surgir la necesidad de pedir ayuda. Yo, segura del buen trabajo realizado, reforcé las cadenas que lo ataban y lo amordacé con la fría mano del orgullo propio.


Semana a semana, mes a mes, le había arrebatado la juventud que un día había visto en sus ojos. Estaba segura de que mi trabajo iba a culminar y, en efecto, así sucedió.


Una noche, Diego llegó a casa más triste aún de lo habitual. Se encerró en su cuarto, se tumbó sobre el colchón y permaneció cerca de dos horas inmóvil, con la mirada fija en el techo.



En su interior se sucedían las contradicciones chocando entre sí como en un mar en tempestad.


Finalmente giró la cabeza y me vio reposando sobre su mesita. En ese instante leí en sus ojos que aquella iba a ser la última vez que íbamos a jugar juntos. Lo absorbí con mis mortales encantos y observé, culminado el proceso, en sus ojos inertes y ausentes el arrepentimiento incontenible de aquel que tiempo atrás, en un remoto parque me aceptó como su última salida.


Deposité suavemente su cabeza sobre la almohada y le susurré con mis fríos labios al oído:

“Adios, Diego, hasta siempre”.

Yo soy la droga, una gominola envenenada, una red de amargura y desesperación, una cadena reforzada de adicción. Yo soy lo peor que le puedes hacer a tu vida. No quiero ver jamás en tus ojos la triste mirada del arrepentimiento.


Autor: Isabel Enrique Trujillo.

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