CASADOS POR RAZÓN DE ESTADO: las bodas reales
- Bibliotecaria CSJ
- 11 ene 2022
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Hasta el siglo XX, los enlaces entre miembros de las casas reales se debieron prácticamente siempre a la razón de Estado. Para las diferentes Coronas europeas, los matrimonios fueron el medio idóneo para sellar alianzas, establecer armisticios, ampliar territorios o afianzar las dinastías.

Boda de María de Medicis y enrique IV, Rubens en 1600.
Unas premisas de las que infantas, princesas o archiduquesas eran víctimas propiciatorias, reducidas a la condición de monedas de cambio a merced de la vorágine política o la ambición de sus mayores. Un destino muchas veces cruel, pero para el que se las educaba desde la cuna. Aun así, cabe pensar que en su fuero interno algunas se rebelarán ante una situación que las condenaba a ser “una muñeca que debe aguantarlo todo y encima estar siempre sonriente”, como escribió Elisabeth del Palatinado, cuñada de Luis XIV.
Las consecuencias eran terribles; aberrantes, en ocasiones. Los pactos matrimoniales, nunca motivados por el amor, se suscribían sin que generalmente hubiera conocimiento previo entre los contrayentes. Muchas veces ni siquiera hablaban el mismo idioma, y tampoco era extraño que se uniera a niñas con hombres adultos.
Por ejemplo, en el siglo XII, Petronila de Aragón –que ya había sido concebida con el único fin de dar continuidad a la dinastía– contaba solo 14 años en el momento de su matrimonio con Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, que había cumplido los 37 y a quien estaba prometida prácticamente desde su nacimiento.

Petronila de Aragón y Ramón Berenguer IV, Museo Nacional del Prado.
Ese también fue el caso, un siglo más tarde, de Isabel de Aragón, la “Rainha Santa” de Portugal, casada a los 11 años con el soberano luso Dionisio el Labrador, que le doblaba la edad. Más extremo fue aún el contrato matrimonial que, en 1515, firmó Maximiliano I de Austria para su nieto Fernando con Ana Jagellón, ambos de 12 años. En él se estipulaba que, si el novio fallecía, quien contraería matrimonio con la joven princesa húngara sería el propio emperador, que rebasaba la cincuentena.
A menudo, además, tales matrimonios desiguales en edad venían acompañados para la novia-niña de la obligación de verse separada de sus padres, con el objetivo de que se educara en la corte de su futuro esposo, en un entorno que le era absolutamente ajeno. Ello suponía
que, si el pacto político se rompía, la joven novia era devuelta sin contemplaciones a sus orígenes, por lo que debía adaptarse a un medio que, pese a los vínculos familiares, le era, de nuevo, extraño.

Los Reyes Católicos bajo dosel, Colección Museo del Prado.
Mediante las bodas de sus hijos, Isabel y Fernando establecieron una potente red de alianzas contra el enemigo común, la pujante Francia. Maximiliano de Habsburgo secundó su iniciativa y firmó un doble enlace, el de sus hijos Margarita y Felipe con los de los Católicos: Juan, príncipe de Asturias, y la infanta Juana. Esta última unión, precisamente, dio lugar a la configuración del Imperio hispánico.
Los Reyes Católicos supieron, además, estrechar lazos con Portugal, mediante las bodas sucesivas de sus hijas Isabel y María con Manuel el Afortunado. También con Inglaterra, mediante la unión de Catalina, la menor de sus hijas, primero con el príncipe de Gales, Arturo, y luego con su hermano, Enrique VIII. Evidentemente, nadie pidió opinión a las infantas castellano-aragonesas, pero las consecuencias de tales matrimonios acabaron influyendo en las relaciones internacionales de los siglos siguientes.
El matrimonio era, por otra parte, una forma con la que las mujeres alcanzaran el poder. Tanto porque permitía que la contrayente asumiera la condición de reina consorte como por alcanzar el rango de regente, en caso de enviudar mientras el heredero era menor de edad. Así sucedió con Ana de Austria, regente de Francia durante la minoría de edad de Luis XIV, o con Catalina de Médicis, que gobernó el país galo en nombre de dos de sus hijos, Francisco II y Carlos IX. Para ello era necesario, evidentemente, que el matrimonio hubiera tenido descendencia y, por tanto, se hubiera consumado.
Tras la boda, la consumación del matrimonio acababa convertido en tema de discusión de las cancillerías de todo el continente. Era necesario acreditar la consumación para legalizar las nupcias, pero también para garantizar la imprescindible sucesión al trono.
Fuente: Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 617 de la revista Historia y Vida, La Vanguardia.
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